martes, 14 de enero de 2014

Anécdotas de Soto y su Museo


 Jesús Soto, fue monaguillo de la iglesia Santa Ana, ubicada en dirección diagonal a su antigua casa.  En cierta ocasión el párroco Rafael María Villamil, consciente de la situación económica de su familia le propuso a Emma Soto, madre del artista, que lo enviara al seminario. Pero Soto se puso muy triste porque según contaba, “no me imaginaba cura porque me gustaban mucho las mujeres”.
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Cuenta Ariel Jiménez en su libro “Conversaciones con Jesús Soto” que en el curso de una entrevista, el Maestro recordó  la alucinación visual que tuvo  a causa de unas fiebres muy altas que le hacía percibir “algo muy extraño, pero que me fascinaba y me producía un gran placer, hasta el punto de que no quería que mi mamá me curara, para poder verlo".   El artista confesó que "la visión consistía en que, observando a una persona, de repente la veía reducirse rápidamente hasta convertirse en un pequeño punto luminoso. Ese punto crecía luego hasta restituir la imagen de la persona. Eso lo veo claramente como si fuera hoy".
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En una de sus frecuentes viajes a Ciudad Bolívar, Soto visitó la Panadería “Deli-Pan” donde se encontraban desde temprano varios paisanos, entre ellos, Antonio López Escalona y el Morocho Porras, con los cuales entabló una amena conversación en la que no faltó el tema de la muerte, lo cual permitió a Soto decir que había pedido a su esposa e hijos que si moría en Francia fueran sus restos  trasladados e inhumados en el Cementerio Centurión de Ciudad Bolívar.   “Ni se le ocurra, Maestro, porque seguro que los malandros no vacilarían en violar la tumba para subastar sus huesos”, le atajó el Morocho Porras.
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Y no estaba el Morocho Porras lejos de la verdad, pues en otro viaje de Soto a Ciudad Bolívar junto con el pintor Víctor Valera y el poeta Luis Pastori se le ocurrió al trío ir a una fiesta por los lados de Vista Hermosa, pero luego por cierto imprevisto se dispersaron y cada quien trató de regresar a su hotel.  Luis Pastori se extravió y preguntó a un individuo por las inmediaciones de una Estación de Servicio ¿Cuál vía tomaba para llegar a su hotel?  El hombre le respondió que mejor preguntara a un agente del orden público. “Pero, señor es que no he visto a ninguno a 300 metros a la redonda”.  “Ah, pues entonces dame la cartera” dijo amenazándolo con un revólver.
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Soto estuvo siempre arraigado a las costumbres culinarias de su tierra, tanto que cuando llegaba a Venezuela procedente de Paris, tomaba la cola en cualquier aeronave de Avensa hasta Ciudad Bolívar a comprar casabe de Guasipati y queso de San Antonio de Upata, en el negocio de la Señora D´Pace y en el mismo avión, en cuestión de minutos, regresaba a Caracas.
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Era Soto un enamorado de las Ceibas que ahora la mano siniestra de los depredadores ha ido desapareciendo de Ciudad Bolívar.  Una tarde mientras con Juvenal Herrera tomaba vino Don Periñon, sentados en el quicio de la puerta del Yoraco de Cardozo Nilo, le sugirió a Américo Fernández, quien formaba parte del trío, que trasplantara una Ceiba que estaba naciendo en el solar de enfrente al patio de la casa de su madre Doña Enma.
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Un día de esos preferidos por el maestro Jesús Soto para visitar Ciudad Bolívar, se hallaba ante una de sus obras en el Museo,  explicándole ciertos aspectos a varios artistas jóvenes de la localidad, mientras en la misma sala formando otro grupo, en tertulia muy familiar aderezada con ciertas jocosidades, se hallaban los poetas Mimina Rodríguez Lezama, José Sánchez Negrón y Elías Inaty.  De repente se les acercó Soto nada amable y los sorprendió: “El día que ustedes interpreten esta obra mía, escribirán mejor poesía”.  Todos se quedaron boquiabiertos hasta que el poeta Sánchez Negròn exclamó a la chita callando: “Contrataré al mejor crítico de arte moderno, sólo para mi, los demás que se resuelvan”.
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Leopoldo Sucre Figarella, recién nombrado Presidente de la CVG, resolvió visitar, sin previo aviso, los trabajos de ampliación del Museo Soto y, en traje de faena, calzando botas altas, subió los escalones  pulidos de madera y entró en la amplia oficina administrativa sorprendiendo a la directora del Museo, Gloria Carnevali y su asistente la periodista Silvia Jastran, quienes casi se desmayan al sentir las zancadas estruendosas de Leopoldo estremeciendo las obras de Kandinski, Vasarelli y Paúl Klee.
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 Al periodista Guillermo Segundo Croes, Corresponsal de El Universal y Jefe de Prensa del Ejecutivo, le tocó cubrir una visita del Gobernador Oxford Arias a Upata en aquellos días en que la prensa nacional y local hablaban frecuentemente del pintor Jesús Soto, de sus estructuras cinéticas y la donación de su pinacoteca parisina para la creación de un Museo de Arte Moderno en Ciudad Bolívar.  Soto aparecía en las gráficas periodísticas con melena y bigotes, esbozando un parecido con el periodista Guillermo Segundo Croes, de suerte que la confusión para muchos fue evidente y se puso de manifiesto durante las caminatas del Gobernador por las calles del Yocoima, pues los upatenses abordaban a su jefe de prensa con inusual curiosidad, le sonreían admirados y le pedían firmara o trazara rayas en cualquier papelito.
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Soto, amigo de Alfredo Sadel, lo invitó para que lo acompañara a Ciudad Bolívar y estando ambos de visita en la casa del doctor Elías Inatti, a Sadel se le presentó un percance:  No podía cantar porque sentía un oído tapado.  Inmediatamente Elías lo llevó al consultorio de su colega Vinicio Grillet y éste los recibió con una botella de güisqui.  Sadel reaccionó, “Doctor, yo no vine a tomar güisqui sino a ver que tengo en el oído”.  “No se preocupe que lo va a necesitar” respondió Grillet y le aplicó el scopio.  Ven a ver Elías y Elías dijo que veía una nube azulada.  A lo que de seguida pensó en voz alta Sadel: “Debe ser el jabón azul con el cual me baño”.

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El Arrendajo de Soto

        Un arrendajo de los llanos que hacía quince años le regalaron al pintor Jesús Soto lo lloraron por perdido, pero la alegría volvió al rostro de la familia cuando un hermano del artista lo regresó después que había volado hasta El Callao, a más de 200 kilómetros de Ciudad Bolívar.
        En El Callao vivía y trabajaba para Minerven el técnico geólogo Alfredo Soto, hermano del pintor. El pájaro negro y amarillo como un turpial olió el rastro de su antiguo amigo y allá fue a tener para almorzar tajada, arroz, carne mechada y caraotas. El clásico pabellón que tanto le gusta.
        Era un ave increíble, remedaba ciertas expresiones, se llevaba bien con los niños y se engrinchaba de rabia cuando se le acercaban persona no de su agrado.
        Con las mujeres generalmente resultaba amable. También con Soto, su dueño, cuando venía y se lo llevan al pecho para acariciarlo, con todos los de la familia y especialmente con los niños Alfredo y Marisela, sobrinos del pintor, y quienes le prodigaban cuidados desde que la madre del artista murió el 21 de septiembre de 1975.
        Por cierto que cuando doña Emma murió le abrieron la jaula al arrendajo para que se fuera, pero el pájaro se quedó rondando la casa, aprendiendo de nuevo a volar por la arboleda del patio cantando como siempre al despuntar la mañana y chillando a la hora de la comida.
        Hasta que falleció, doña Enma lo había mantenido enjaulado y desde entonces era libre como el viento, sólo que nada quería con los otros pájaros. Volaba de rama en rama por los árboles de las casas vecinas y luego se regresaba a la hora en que la familia Soto se sentaba a la mesa o a las seis cuando el Sol comenzaba a ocultarse tras del Puente Angostura.
        Cuando se ausentó, nadie sabía el paradero de “Bandido” como lo llamaban en casa, lo lloraban por perdido hasta que el geólogo dio cuenta de él. Nadie sabe como pudo volar tantos kilómetros para llegar a la vivienda de Alfredo Soto en las minas auríferas de El Callao. Muchas personas en la ciudad lo dudaron y las que no, tejieron sus conjeturas. Lo cierto es que el arrendajo tan apegado a la familia del pintor a veces se salía con la suya. Los vecinos se deleitaban comentando las travesuras del pájaro como si fuera las de un niño.
        Cuando vagabundeaba hasta muy tarde fuera de la casa y se le dificultaba el regreso, chillaba hasta más no poder para que lo oyera el vecindario y avisara a su casa. Entonces Alfredo, el sobrino de Soto, iba a buscarlo. Cuando el árbol era alto y no podía monearla, utilizaba una escalera siempre a la mano para esa tarea.
        Soto cuando escribía desde París, desde España o los Pirineos  siempre tenía un saludo especial y muy tierno para su viejo arrendajo. Era el único sobreviviente de varios que hacía años, por los días de la Semana Santa, lo trajo su otro hermano “El Negro” desde los llanos de El Tigre.
        Era el consentido de la casa y una vez el perro “Tomy” un poco celoso, lo sacó de la jaula y pensaba engullírselo cuando el arrendajo dio unos chillidos tan fuertes que despertó a todo el vecindario. Entonces quien iba a morir era el perro que de la tunda que llevó pasó casi una semana fuera de casa.
        Alfredo Sadel cuando estuvo en Ciudad Bolívar acompañando a Soto en la inauguración del museo, se entusiasmó con el pájaro y le ofreció a doña Emma cinco mil bolívares, pero “Bandido” no estaba en venta. Sadel ignoraba que el pájaro fuera de Soto.
        Irma Soto, la maestra hermana del pintor, dijo cuando se fugó que si “Bandido” la cogía de nuevo por irse para El Callao, se vería obligada a enjaularlo o decirle a Soto cuando volviera que se lo llevara para Los Pirineos.



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